lunes, 19 de enero de 2015

LA LLAMA AZUL

Perfora mi ropa como lo haría la pavesa de un cigarrillo, traspasando la carne a través de la hendidura sangrante de la carne. Latente en la consumación absurda donde el razonamiento es una línea recta en el monitor de una parada cardiaca. A el fin le da igual el mientras y el después. Ha estado vigilando siempre nuestro miedo tras los visillos del salón, orinándose en sus dobladillos, debajo del suelo, en la humedad indecorosa del salón de invitados. Las esquelas de los malos presagios pernoctan en el horror de la genética. Revisen y cambien sus colchones. Hay quienes respiran en los muros apuntalados por otros cometas, como una araña preñada y reventada prematuramente por un zapato. Medio millón de arañas recién nacidas y muertas a la vez. Celebración del ser, de una u otra forma. Qué más da si perdemos la casa si ya habíamos endeudado las llaves a la ciudad donde las sirenas sólo llegan a los primeros auxilios. La ignorancia devora las polillas de los libros que nunca debieron ser escritos, el nervio occipital de la piedra que espera ser descifrada en su condición de eternidad. Tengo los intestinos rebosando nostalgia y necedad a partes iguales. Deteneos un segundo. Notaréis cómo respiran. Desempolvar los libros. La tristeza es un cebo para la locura. Que caduquen las advertencias en los lácteos, en los coleópteros de las defecaciones imperialistas, en los conquistadores de estrellas, sus supernovas automáticas con ubres infinitas. Las neveras están vacías de misericordia. Ha resistido en la faringe donde se agitan los cadáveres del polo norte, en el calcio insoluto de los huesos de la fe. Parad. No se líen. Las columnas de los grandes templos tampoco pueden salvar los grafittis. Así no hay quien duerma ni quien despierte. De qué hablamos sin decir. Qué contaban los libros. Vivir y que nos queme. Arder. Que no tenga que ser escrita. Piedad, digo. Desaparecer sin dejar rastro. La inexistencia también es un don. Y además, no duele.